En el microcentro de mi corazón, cientos de aves se independizaron demostrando afecto en forma de ósculos subterráneos. Atravesaron los compartimientos y dejaron impregnadas sus querencias. La situación no era redimible, dada la escasez de reclutas sanguíneos, y por lo tanto una grieta insignificante empezó a resquebrajarse. El eslabón superior de la mitad izquierda hizo contacto con una golondrina blanquísima, que retorció sus alas y se abalanzó sobre una de las venas. El conducto se atracó y comenzó a hincharse. Una bandada de avecillas negras rompió la cutícula externa e invadió el paisaje. Aparentaba ser un conflicto ofensivo, pero finalmente se instaló una guerra.
Un cuarto de las blancas sólo habían querido conmemorar su liberación, otras tantas jugueteaban con la situación pero habían dejado marcas entre tontería y tontería. Las negras invadieron el sitio ciegamente, actuando por reflejos. Y algunas libélulas hurtaban sangre, aprovechando la condición colectiva del momento.
Todo era un revoltijo. Algunas de ellas caían desgraciadas, por el manantial de líquido. Se conoce de otras que quedaron impregnadas en mi garganta como adhesivo, aunque no las haya sentido. Cerca del núcleo se encontraba un parque de entrañas sensibles al sonido. Allí vivían insectos pasivos que fumaban habanos prometedores. Es decir, el propio humo del cigarro podía apaciguar la situación de modo que todos tomaran conciencia de los hechos. Y aunque solamente era una leyenda de las afueras de mi corazón, esos bichos raros la estaban aplicando.
No hubo intervalos ni mordiscos atónitos. Ni siquiera rendiciones. Pero al fin y al cabo todos continuaban luchando por diversión o entretenimiento. Y llegada la hora de darse cuenta, una serpiente califa que se alojaba en lo profundo de mí ser, salió a demostrar la barbaridad de la lucha que estaba finalizando. Fracturó nuevamente los conductos, ya que de por sí ésta era mil veces mas grande que mi propio corazón. Respiró el aire aprisionado y emergió velozmente por alguna fosa encontrando su punto final en mi ojo derecho. Estropeó el iris y llevándose consigo un caudal de sangre, tomando velocidad, extendió sus alas de ave reina.
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