sábado, 29 de enero de 2011

Calma.

Una mañana me desperté. Como todas las mañanas hasta ese día. Tomé el par de pastillas: la color cobre y la que parecía musgo. No precisaba agua, ellas se deslizaban por mi garganta como si fuera un tobogán de niños. Medité unos momentos; sí. mi día iba a ser rutinario. Me levanté suavemente, un golpe seco cruzó mi mente. Apoyé los pies en la alfombra; sentía como la lana avejentada se entrometía entre mis dedos. Me asomé por la ventana. Al otro lado no había paisaje; eran fríos edificios. Recorrí la habitación con la vista. Las medias de nailon continuaban acostadas en la esquina. El cuadro de Elvis seguía torcido. Mi vida continuaba pasando.
Lavé mis dientes y degusté un café a medio hacer. La energía no me había alcanzado. Me recosté nuevamente. Me obligué a levantarme. Calzada apunté hacia la puerta de entrada. La manija contrastaba con la frigidez de mi cuerpo. Se había hallado al sol toda la estación. Crucé el pasillo y apreté el botón de planta baja. Caminé un par de cuadras a paso lento, mis piernas comenzaron a resistirse. Mi columna cada vez estaba más encorvada. Mis dedos temblaban.
Entonces, a marcha mareada, retomé camino hacia mi domicilio. No lo logré. A los poco metros, caí sin resistencia alguna hacia el duro empedrado. Mi cuerpo comenzaba a estar cada vez más a baja temperatura. Las voces se desvanecían. Sucumbí en pensamientos blancos. Aún recuerdo con aprecio mis días de rutina.

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